4 de noviembre de 2010

Monarcas y presidentes


Tomado de elespectador.com
Por: Klaus Ziegler
Álvaro Uribe ha pedido que el proceso que se le adelantará por el caso de las chuzadas se haga público, una demostración de trasparencia tan sincera como podría tenerla Hugo Chávez si exigiera que una investigación en su contra se transmitiera en vivo a través de su programa Aló Presidente.

Uribe puede mostrarse confiado porque sabe que el mecanismo constitucional para responsabilizarlo penalmente es inoperante. En la bien llamada Comisión de “Absoluciones” de la Cámara de Representantes descansan casi 200 investigaciones contra ex presidentes de la República, 185 de las cuales son contra Uribe. Un proceso que debería ser estrictamente jurídico queda viciado de facto al dejarlo en manos de un organismo politizado y desprestigiado como pocos.

Es un sesgo universal considerar que los monarcas, los presidentes y otros altos dignatarios merezcan ser juzgados con un rasero especial. En la antigüedad solo Dios podía juzgar al rey, un atavismo que de alguna manera se conserva en el mundo moderno. ¿Quién puede enjuiciar al Papa por haber encubierto durante años un buen número de casos de pederastia como se comprobó en meses recientes? ¿Y quién a Rumsfeld, o a Bush y sus secuaces por la invasión y destrucción de Irak bajo pretextos fabricados?

El Tribunal de Núremberg sentó un precedente de la mayor importancia al sentenciar a muerte a los criminales de guerra nazis. El principio de universalidad en la aplicación de las leyes es la esencia misma de la justicia, como lo expresó de manera elocuente el juez Robert Jackson en ese juicio memorable: “Si consideramos como delitos determinados actos”, dijo, “estos serán delitos ya sea Estados Unidos o Alemania el que los cometa, y no podemos establecer una norma de conducta criminal en contra de otros que no estemos dispuestos a invocar contra nosotros mismos…”

Este sencillo principio debería ser recordado por todos aquellos dispuestos a exhortar la dignidad de los altos funcionarios para blindarlos con impunidad por sus actos. Y si en Colombia hay mecanismos para asegurar estos blindajes, en otros países existen formas aun más aberrantes de injusticia, como los poderes de clemencia y perdón que el Artículo II de la Constitución de Estados Unidos confiere al Primer Mandatario.
Como los antiguos Césares, el presidente de los estadunidenses puede conmutar la pena de muerte, o absolver al criminal si lo juzga conveniente. Más de 20 000 actos de perdón y clemencia han sido emitidos en Estados Unidos en el último siglo: George Bush perdonó a Elliot Abrams y a otros terroristas involucrados en el affair Iran-Contra. Y Gerard Ford le garantizó a Richard Nixon el perdón total e incondicional, incluso antes de ser acusado formalmente de espionaje.

Y si los poderes de clemencia y perdón son un salto atrás inconcebible, las prerrogativas de las que todavía gozan algunos monarcas son un arcaísmo intolerable en una sociedad civilizada. Resulta incongruente que se quiera respetar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, bajo la cual todos nacemos libres e iguales en cuanto a dignidad y derechos, y que a la vez algunos personajes parasitarios como la reina de Inglaterra reciban anualmente un millón de libras para sus gastos personales y sin embargo pague sus impuestos en forma voluntaria. O que el rey de España goce de prerrogativas como la de “inviolabilidad”, que hace que no pueda ser ni juzgado ni detenido; además de la facultad de disfrutar de un presupuesto Real que suma más de trece millones de euros al año solo por andar fungiendo de embajador y colgando medallitas.

En una democracia, los altos funcionarios deberían ser los primeros llamados a responder cuando se sospeche que han incurrido en conductas punibles o faltas disciplinarias. Nada más contrario al principio universal de justicia que la inmunidad diplomática o el hecho de que existan tribunales “especializados” en investigar sus acciones. Si la justicia ha de tener alguna credibilidad, es imperativo que sean las altas cortes en pleno, o en su defecto un tribunal internacional verosímil, los encargados de conducir las investigaciones correspondientes.

En los últimos dos gobiernos, la cercanía al Primer Mandatario se convirtió en verdadera patente de corso. Algunos de los implicados en los innumerables escándalos, no solo se han mofado de la justicia, sino que han sido premiados con embajadas y otras recompensas políticas, mientras que otros acusados de faltas graves a lo sumo han sido inhabilitados para ejercer su cargo, máximo castigo para quienes gozan de la simpatía del ex Presidente y su Procurador.

La lógica elemental dicta que entre los sospechoso de un delito, el más probable es quien más beneficios deriva del mismo. No obstante, ocho años de un gobierno mañoso, histriónico y manipulador, aunado a la falta de independencia de algunos medios de comunicación, lograron crear en la población tal nivel de disonancia cognitiva, que no sería extraño que muchos colombianos terminaran creyendo que una compleja y gigantesca operación de espionaje y difamación haya sido iniciativa personal de algún oscuro secretario, o quizá del encargado de servir los tintos en la Casa de Nariño.

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