23 de agosto de 2010

¿Diálogo de "sordos"?





Por Koestler


En ocasiones parecemos estar de acuerdo en muchas o algunas cosas. Más grave, creemos que lo estamos y eludimos el conocer a fondo los aspectos tratados. En ello somos expertos los colombianos.

Debatimos con gran ignorancia de los aspectos que se deben tratar. Es el gran costo de la democracia, en la cual los imbéciles deciden o pueden decidir sobre lo que no saben. Apoyamos causas que desconocemos. Nos alegramos con victorias que significan una real derrota para nosotros. Besamos la mano que nos golpea.

Expertos en telenovelas y en mentiras televisadas, no gastamos una neurona para tratar de saber la verdad de las cosas. Sandios y petulantes, perdularios y vulgares 'decidimos' sobre nuestro destino y el de los hijos con absoluta irresponsabilidad. Por eso estamos como estamos.

El relato del padre de Mello es una ironía real sobre el gran debate democrático, en el cual se ignoran los cosas y se parece llegar a un acuerdo.

El gran debate
Por Anthony de Mello

Hace muchos años, allá por la Edad Media, los consejeros del Papa recomendaron a éste que desterrara a los judíos de Roma. Según ellos, resultaba indecoroso que aquellas personas vivieran tan ricamente en el corazón mismo del mundo católico. Así pues, se redactó y fue promulgado un edicto de expulsión, para general consternación de los judíos, que sabían que, dondequiera que fuesen, no podían esperar un trato mejor que el que les obligaba a salir de Roma. De manera que suplicaron al Papa que reconsiderara su decisión.

El Papa, que era un hombre ecuánime, les hizo una propuesta un tanto arriesgada: debían elegir a alguien para que discutiera el asunto con él mismo en público y, si salía victorioso del debate, los judíos podrían quedarse.
Los judíos se reunieron a considerar la propuesta. Rechazarla significaba la expulsión. Aceptarla significaba exponerse a una derrota segura, porque ¿quién iba a vencer en un debate en el que el Papa era juez y parte a la vez? Sin embargo, no había más remedio que aceptar. Ahora bien, resultaba imposible encontrar a un voluntario dispuesto a debatir con el Papa: la responsabilidad de cargar sobre sus hombros con el destino de los judíos era más de lo que cualquier hombre podía soportar.

Pero, cuando el portero de la sinagoga se dio cuenta de lo que ocurría, se presentó ante el Gran Rabino y se ofreció como voluntario para representar a su pueblo en el debate. “¿El portero?”, exclamaron los demás rabinos cuando lo supieron. “¡Imposible!”.

“Está bien”, dijo el Gran Rabino, “ninguno de nosotros está dispuesto a hacerlo; de manera que, o lo hace el portero o no hay debate”. Y así, a falta de otra persona, se designó al portero para que celebrara el debate con el Papa.
Llegado el gran día, el Papa se sentó en un trono en la plaza de San Pedro, rodeado de sus cardenales y en presencia de una multitud de obispos, sacerdotes y fieles. Al poco tiempo llegó la pequeña comitiva de delegados judíos, con sus negros ropajes y sus largas barbas, rodeando al portero de la sinagoga.

Quedaron el uno frente al otro, y el debate comenzó. El Papa alzó solemnemente un dedo hacia el cielo y trazó un amplio arco en el aire. Inmediatamente, el portero señaló con énfasis hacia el suelo. El Papa pareció quedar desconcertado. Entonces volvió a alzar su dedo con mayor solemnidad aún y lo mantuvo firmemente ante el rostro del portero. Este, a su vez, alzó inmediatamente tres dedos y los mantuvo con la misma firmeza frente al Papa, el cual pareció asombrarse de aquel gesto. Entonces el Papa deslizó una de sus manos entre sus ropajes y extrajo una manzana. El portero, por su parte, sin pensarlo dos veces, introdujo su mano en una bolsa de papel que llevaba consigo y sacó de ella una delgada torta de pan. Entonces el Papa exclamó con voz potente: “¡El representante judío ha ganado el debate! Queda revocado, pues, el edicto”.

Los dirigentes judíos rodearon inmediatamente al portero y se lo llevaron, mientras los cardenales se apiñaban atónitos en torno al Papa. “¿Qué ha sucedido, Santidad?”, le preguntaron. “Nos ha sido imposible seguir el rapidísimo toma y daca del debate...” El Papa se enjugó el sudor de su frente y dijo: “Ese hombre es un brillante teólogo y un maestro del debate.

Yo comencé señalando con un gesto de mi mano la bóveda celeste, como dando a entender que el universo entero pertenece a Dios; y él señaló hacia abajo con su dedo, recordándome que hay un lugar llamado "infierno" donde el demonio es el único soberano. Entonces alcé yo un dedo para indicar que Dios es uno. ¡Imagínense mi sorpresa cuando le vi alzar a él tres dedos indicando que ese Dios uno se manifiesta por igual en tres personas, suscribiendo con ello nuestra propia doctrina sobre la Trinidad! Sabiendo que no podría vencer a ese genio de la teología, intenté, por último, desviar el debate hacia otro terreno, y para ello saqué una manzana, dando a entender que, según los más modernos descubrimientos, la tierra es redonda. Pero, al instante, él sacó una torta de pan ázimo para recordarme que, de acuerdo con la Biblia, la tierra es plana. De manera que no he tenido más remedio que reconocer su victoria...”.

Para entonces, los judíos habían llegado ya a su sinagoga. “¿Qué es lo que ha ocurrido?”, le preguntaron perplejos al portero, el cual daba muestras de estar indignado. “¡Todo ha sido un montón de tonterías!”, respondió. “Veréis: primero, el Papa hizo un gesto con su mano como para indicar que todos los judíos teníamos que salir de Roma. De modo que yo señalé con el dedo hacia abajo para darle a entender con toda claridad que no pensábamos movernos. Entonces él me apunta amenazadoramente con un dedo como diciéndome: "¡No te me pongas chulo!" Y yo le señalo a él con tres dedos para decirle que él era tres veces mas chulo que nosotros, por haber ordenado arbitrariamente que saliéramos de Roma. Entonces veo que él saca su almuerzo, y yo saco el mío”.

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